21 de marzo de 2015

ROMANTICISMO (Pre romanticismo y Romanticismo) 6°año Ciencias Biológicasy Agrarias.


ROMANTICISMO.

                              PRE ROMANTICISMO Y ROMANTICISMO.



El siglo XVIII fue en cuanto al tema de los períodos literarios, una época complicada, no hubo ningún estilo que haya ejercido un dominio homogéneo y prolongado.
Algunos, casi inaceptablemente, han generalizado las manifestaciones literarias de dicho siglo con el nombre de “rococó”, concepto de las artes plásticas que fue considerado como el elemento fundamental de todos los autores del siglo XVIII.
El rococó tiene que ser considerado como una de las líneas de fuerza, uno de los componentes artísticos del siglo XVIII, la expresión de ciertos aspectos de la sensibilidad y el espíritu de la época.
En cuanto a sus características podemos citar la visión trágica del a vida, el gusto por la naturaleza sencilla y tranquila, escenario de elegantes y voluptuosas fiestas y de tiernos idilio, concepción de la vida como un ensueño de felicidad, valorización de la intimidad en la vida y en el arte, precisismo estilístico , graciosidad, pulidez, frívola elegancia, erotismo refinado.
El concepto de pre romanticismo data de las primeras décadas del siglo XX y fue defendido por Paul Van Tieghem, el concepto abarca las tendencias estéticas y las manifestaciones de sensibilidad que en el siglo XVIII se apartan de los cánones neoclásicos, anunciando el romanticismo, ello no significa que el pre romanticismo sea sólo una preparación para el romanticismo y que carezca de rasgos propios.
El pre romanticismo no tiene la homogeneidad de una escuela literaria ni presenta un concepto sistemático de doctrinas, ello no significa que carezca de contenido pues aparecen en el siglo XVIII nuevos conceptos estéticos, temática nueva y nueva sensibilidad. Los países donde floreció el pre romanticismo fueron Inglaterra (Young, (Night thouhts),de Richardson, Gray, Macplerson), Alemania con el movimiento “Sturn und Drang, Francia con Diderot, Saint Pierre, Rousseau.
En cuanto a sus características podemos citar:
La valorización del sentimiento: el corazón triunfa del racionalismo ilustracionista y se convierte en al fuente por excelencia de los valores humanos. La sensibilidad es el más legítimo título de las almas, la vida moral es regida por el sentimiento y los derechos del corazón.
La literatura divulga los secretos de la intimidad humana, sin pudor; es la primera generación europea de egoísta, los pre románticos crean una literatura confesionalista, provoca violentas reacciones afectivas en los lectores de la época, si citamos un ejemplo encontramos la novela “Werther” de Goethe publicada en 1774 que originó tras su lectura una ronda de suicidios en los jóvenes alemanes.
Esta nueva sensibilidad presenta un carácter tierno y tranquilo, una suave emoción que provoca el paisaje o un recuerdo, en algunos casos esto cede a la desesperación y a la angustia, a la agitación sombría y entonces el poeta se complace en visiones lúgubres, paisajes nocturnos, agrestes y solitarios-
Se observa la predilección por los dolorosos presagios, sueños aciagos, muerte, poesía de la noche y de las tumbas, meditación sobre la muerte, sepulcros.
El pre romanticismo presenta una nueva visión del paisaje y de la naturaleza ya no se trata de más capacidad descriptiva del mundo exterior como una visión del paisaje: entre la naturaleza y el “yo” se establecen relaciones afectivas: lagos, árboles, montañas se asocian a los estados del alma y el escritor vuelca en ellos emociones y sueños.
A esta literatura pre romántica se le debe la revelación de la belleza melancólica del otoño elegíaco y solitario, de hojas caídas, sol pálido y crepúsculos heridos.
Se manifiesta un declive de las influencias greco latinas y de las imposiciones del clasicismo del siglo XVIII.

Se define el Romanticismo como un vasto movimiento de la cultura europea que iniciándose en los países nórdicos y progresando hacia el sur y el Mediterráneo, abarcó durante casi siglo y medio (segunda mitad del siglo XVIII y el siglo XIX) todo el viejo continente.
En cuanto al vocablo “romántico” el mismo tiene una historia compleja, proviene del adverbio latino “romanice” que significaba a la manera de los romanos, se derivó en francés al vocablo “romanz” escrito Román (siglo XII) y roman (siglo XVII); la palabra rommant designó primero la lengua vulgar frente al latín, pasando a designar cierta especie de composición literaria escrita en lengua vulgar, cuyos temas consistían en complicadas aventuras heroicas o galantes.
En Italia como en Francia, donde el romanticismo es tardío en relación con las literaturas inglesa y alemana, existen grupos románticos que se oponen a escritores clásicos, desde 1816 a 1820 respectivamente, las manifestaciones del romanticismo francés se producen más tarde, la publicación de “Cromwell” de Víctor Hugo en 1827 y la batalla de “Hernani” de 1830.
En cuanto a la literatura alemana el romanticismo se da en oposición al arte clásico en aquella famosa frase de Goethe (1749 1832) “lo clásico es la salud, y lo romántico es la enfermedad” oponiendo así el equilibrio a la agitación. En ese país el romanticismo se afirma desde fines del siglo XVIII con la revista Athenaeum de 1789.
El romanticismo presenta una nueva concepción del yo: la teoría elaborada por la filosofía germánica por Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), y por Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling (1775-1854), esta teoría es uno de los elementos dorsales del romanticismo alemán. Para Fichte el yo constituye la realidad primordial y absoluta, el yo se afirma así mismo, es un yo absoluto.
Este teoría fue tomada erróneamente por los románticos que identificaron ese yo puro con el yo del individuo, con el genio individual, para los ellos el espíritu humano constituye una entidad dotada de actividad, que tiende al infinito, que rompe con los límites, búsqueda incesante del absoluto, hay una energía del yo y ansias de absoluto.
El mundo romántico se opone al mundo humanístico y al ilustracionista, este nuevo mundo está abierto a lo sobrenatural y al misterio. Nada de lo que es visible y palpable representa la realidad verdadera, la realidad auténtica no es perceptible a los sentidos.
Relacionado con ello aparece la palabra Sehnsucht, término alemán que significa “la nostalgia de algo distante” en el tiempo y en el espacio, el carácter específico del arte romántico consiste en no alcanzar jamás la perfección, los personajes románticos se sienten atraídos por un anhelo indefinible, persiguen un ideal recóndito y distante.
En cuanto al hombre romántico se presenta con un declarado tiranismo, rebelde, altivo y desdeñoso, en contra de las leyes y los límites, desafían a la sociedad y a Dios mismo. Prometeo es la figura mítica que los románticos exaltan con frecuencia, como símbolo de la condición titánica del hombre.
También Satán se convirtió en otro símbolo para los románticos, proclamando la gloria y la grandeza de su desafío al creador. Otros personajes tomados como símbolos fue Caín, y Don Juan personaje del teatro del1600.
En el hombre fatal del romanticismo vemos muchas características de Satán: desde la fisonomía (faz pálida, mirada impiadosa) hasta el temperamento y los rasgos psíquicos y morales (melancolía indesarraigable, desesperación, rebeldía, inclinación a la destrucción y al mal.
Otras veces son las figuras de los poetas geniales, desgraciados y perseguidos por la sociedad, condenados a la soledad, incomprendidos por los hombres y que desafían al destino, lo que los poetas exaltan como símbolo de la aventura titánica del hombre.
Del fracaso de su aventura, de la imposibilidad de realizar el absoluto nacen el pesimismo, la melancolía y la desesperación, la búsqueda de la soledad.
El mal du siecle, la indefinible enfermedad que les llena de tedio la vida y les hace desear la muerte expresan el cansancio y la frustración que resultan de la imposibilidad de realizar el absoluto.
La ironía es otro elemento importante del romanticismo, que nace de la conciencia del carácter antinómico de la realidad y constituye una actitud de superación por parte del yo, de las contradicciones de la realidad, del perpetuo conflicto entre lo absoluto y lo relativo. El arte, exige del creador una actitud de ironía, de distanciamiento, de superioridad frente a la obra creada.
Se observan ansias de evasión que provienen de su conflicto con la sociedad, esa evasión se da al ensueño, a lo fantástico, a la orgía, a la disipación, al espacio y al tiempo. La evasión al espacio se reveló en el exotismo que se combinó con el color local, con la fiel reproducción de los aspectos característicos de un país; y la evasión en el tiempo condujo a la glorificación de la Edad media, dejada de lado por el racionalismo ilustracionista, Esta edad atraía con lo pintoresco de sus usos y costumbres, con el misterio de sus leyendas y traiciones, con su belleza nostálgica de sus castillos, con el idealismo de sus tipos humanos más relevantes.



MECÁNICA POPULAR. Carver.


 
MECÁNICA POPULAR

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta a la altura del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la cuestión quedó zanjada.

                                                   Raymond Carver De: De qué hablamos cuando hablamos de amor.

15 de marzo de 2015

PARA 6°AÑO. "El realismo pesimista de Raymond Carver" artículo de Francisco Rodríguez Criado

Francisco Rodríguez Criado / El realismo pesimista de Raymond Carver

Raymond Carver según Rob Stolzer

Francisco Rodríguez Criado
EL REALISMO PESIMISTA
DE RAYMOND CARVER
 
América, bien sea mediante el cine, la radio, la televisión, la moda o a través de su avanzada tecnología, se ha promocionado a sí misma como una hermosa y glamurosa mujer, rica e inquieta, que puede colmar los sueños de cualquier mortal dispuesto a lanzarse a sus redes. Y se recrea de su esbelta figura con imágenes como las de La estatua de la Libertad, Central Park, La Séptima Avenida, La Casa Blanca de Washington o las cálidas playas de California. Pero, justo cuando estamos a punto de piropearla, aparece Raymond Carver y lo jode. Que no, nos dice, que de guapa nada; que tan sólo es una impostora, una artificial muñeca de plástico, con el pelo teñido y las caderas celulíticas; una maliciosa y frívola mujerzuela que no cumple nada de lo que promete. Y para ello no hace sino acompañarnos hasta la cocina de la realidad, donde se amontonan en el suelo todos sus trapos sucios.
Dotado de un apreciable escepticismo y resentimiento, el estadounidense Raymond Carver (1939-1988), cuentista y poeta, mediante una técnica escueta y directa, carente de adornos estilísticos (que la crítica ha calificado como minimalista), dibuja una gama de anónimos perdedores de una sociedad que parece haberse olvidado de ellos: desempleados, alcohólicos, divorciados, seres solitarios que van hacia la deriva y que no tienen otra cosa que hacer sino mirar la televisión…; eso son para mí, básicamente, los personajes de Carver: individuos que miran la televisión, evitando mirar a su propio interior y comprobar que no son más que sombras cargadas de desesperanza.
Su compatriota Henry Miller puso de manifiesto este pensamiento a través de toda su obra: odio a mi país. Sin bien Carver no suscribe textualmente en ningún momento esas palabras, de una manera subliminal nos describe a una sociedad que hace aguas una y otra vez (no creo tampoco que tuviese un sentimiento nacionalista muy arraigado). En él, sus mensajes son siempre tímidos, ariscos, hay que buscarlos (en eso se parece a Hemingway: practica la teoría de la omisión); pero una vez se familiariza uno con su estilo, acaban volviéndose de una transparencia cristalina.
Lo que más me llamó la atención al leer su primer libro de relatos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (corregido durante quince años antes de su publicación, el mismo que consiguió sacarle del anonimato y de las fauces del alcoholismo), al margen del tono apagado y lineal de sus narraciones, fueron sus finales. Y es que sus relatos, como la vida misma, carecen de finales propiamente dichos.
Pero sus narraciones, ¿son relatos o fotogramas? Yo me inclino por lo segundo: en ellos no ocurre nada; nada que se salga de lo cotidiano, se entiende. Carver se introduce en el interior de un hogar medio para tomar unas fotografías y contarnos sobre la marcha qué sentimientos dominan a sus habitantes. Por tanto, no hallaremos en su estilo el trinomio planteamiento, nudo y desenlace. A él no le interesa más que el interior, el alma herida de esos seres que buscan, quizá inconscientemente, un motivo para seguir viviendo. Para recrear ambientes tan grises, recurre a elementos como la tensión o la elipsis, empleando en sus narraciones el menor número posible de palabras; economía en el lenguaje, ése es su lema. No quiere sorprender al lector, quizá porque él mismo ya no se sorprenda de nada. Pretende ser imparcial, y reniega de cualquier tipo de doctrina moralista (algo que, desde mi punto de vista, le separa del norteamericano de origen armenio William Saroyan, con quien comparte ciertas afinidades literarias).
Chejov. Hay que hablar de Chejov al hablar de Carver, pues, no en vano, él mismo lo menciona como su maestro y, por tanto, su mayor foco de influencia. Admira a otros escritores como Hemingway, Tolstoi o Babel, pero no cabe duda de que es Antón Chejov el más cercano a él (o viceversa). Tres Rosas Amarillas, que da título a uno de sus cuatro libros de cuentos publicados en España, es una reconstrucción ficticia de los últimos momentos del escritor ruso, un emotivo homenaje que ha hecho historia en la literatura universal.
La diferencia entre Carver y Chejov es que este último, tan realista y escéptico como el primero, está dotado de un fino y mordaz sentido del humor (sobre todos en sus cuentos más cortos), que le ayuda a ridiculizar a la sociedad rusa de su tiempo. Carver es tan imparcial, tan fiel a su técnica de fotograma (como he mencionado antes) que parece no tomar partido ante nada o ante nadie: Eileen abandona a Carlyle y a sus hijos para escaparse con un profesor en “Fiebre”; en “Caballos en la niebla”, la esposa deja a su marido en plena noche después de toda una vida en común sin más aviso que una nota depositada sobre el escritorio; una madre obstaculiza la relación de su hijo con su esposa en “Cajas”… y bueno, podría seguir así, uno por uno, mencionando tantos y tantos conflictos sin que en ningún momento al lector se le insinúe quién es el culpable. Al fin y al cabo, son todos náufragos del mismo barco.
Los personajes de Chejov, sin embargo, unas veces ridículos, otras veces tiernos, ignorantes o despiadados, cobran vida propia, se mueven, nos hacen sonreír, fantasean, mienten, son arbitrarios; por ello, se me dibujan más reales y universales que los de Carver. Chejov, para mi gusto, es mejor escritor que su alumno norteamericano: el ruso, para bien o para mal, está respaldado por la iniciativa de sus propios personajes. Los de Carver, sumisos, aceptan su destino por poco halagüeño que sea.
Creo que fue Paco Umbral quien dijo que sólo robando de otro se aprende a escribir, y, por eso, la literatura está entre los delitos comunes. Carver sólo escribió cuatro libros de cuentos (Catedral, De qué hablamos cuando hablamos de amor, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? y Tres rosas amarillas). Al principio me pareció escaso material para un autor tan famoso (sobre todo en la época de los 80). Pero al empezar a leer con mayor dedicación a los cuentistas norteamericanos modernos, cambié de opinión. Cuántas y cuántas narraciones de escritores realistas le han tomado como modelo a la hora de escribir cuentos. Y es que la literatura norteamericana, como todas, está plagada de ladrones, y Carver es, quizá, uno de los más asaltados. No hay más que leer los relatos de Richard Fox (casualmente amigo de Carver), David Leavitt, Sam Shepard o Tobias Wolff para percatarnos de semejante delito. En España, sin ir más lejos, tenemos a Javier González y su primer libro de cuentos (Frigoríficos en Alaska), que a mí personalmente me agradó, y que representa un tributo al estilo carveriano.
Para hablar sobre su concepto de la vida, lo mejor es reproducir la opinión de su propio autor, en unas líneas rescatadas de su ensayo On writing: «Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre objetos vulgares utilizando un lenguaje coloquial, y dotar a esos objetos (una silla, unas persianas, un tenedor, una piedra, un anillo) con un inmenso, incluso asombroso, poder. Es posible escribir una línea de un aparentemente inofensivo diálogo, y transmitir un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector (el origen del placer artístico, como diría Nabokov). Ésa es la clase de la literatura que me interesa.
Curiosamente, esa definición de lo que para él es la literatura que le interesa, encaja dentro de lo comúnmente denominado minimalismo. Sin embargo, Carver no se cansó nunca de repetir que él no era minimalista. No le gustaba esa corriente, e incluso consideraba el término como algo peyorativo. El minimalismo, sin extendernos mucho, es un estilo literario que se caracteriza por narraciones muy breves, dominadas por la frase corta y el párrafo corto, con una puesta en escena mínima, pocos personajes, despreciando la acción, el movimiento, la intriga, la trama. Carver, aunque no lo reconozca, era minimalista. Me da la impresión de que en los últimos años de su vida renació en él un interés por modificar su estilo, probar cosas nuevas. Precisamente “Tres rosas amarillas” y el relato que le precede, “Caballos en la niebla”, destacan por desligarse ligeramente de sus anteriores trabajos. De hecho, poco antes de morir empezó a revisar todos sus textos. Él mismo confesó que el hecho de encontrarse en su mejor momento como escritor y como ser humano (sentimentalmente feliz junto a su mujer, la poetisa Tess Gallagher), y libre de esas trabas económicas que le habían asediado durante tantos años, le hacía ver la vida con cierto optimismo que no había tenido antes. Me da la impresión de que lo que le separa de otros escritores presuntamente malditos como Henry Miller, Bukowski o William Burroughs, es que Carver siempre aspiró a ser una persona normal, decente, por llamarlo de alguna manera. La pareja, el matrimonio, los inconvenientes de la convivencia entre seres queridos predominan en casi todos sus textos. Puede que el hecho de no haber conseguido durante tanto tiempo una estabilidad familiar (recordemos que se casó a los dieciséis años, un matrimonio abocado al fracaso desde el primer momento y que le empujó al alcohol) es lo que creó en él ese resentimiento interior que se tradujo en escepticismo ante la vida. ¿Y qué es lo que sí le une a escritores como los antes mencionados? Es un escritor autodidacto, en gran parte autobiográfico, ha sufrido en sus propias carnes la falsedad del sueño americano, reniega del romanticismo y, quizá lo más importante, ni siquiera al tomar un papel y lápiz consigue huir de sí mismo. En este grupo, cómo no, siempre habrá un hueco para el polémico y atroz escritor francés Louis Ferdinand Céline.
Desde luego la literatura de Carver no es para niños. El lector, confiado del tono triste aunque sereno, de la sencillez, de la ausencia de provocación, de su afición a lo cotidiano, es arrastrado, se deja convencer, olvida incluso que está leyendo, y acaba identificándose con esas límpidas imágenes de cruda realidad que todos hemos sufrido en algún momento de nuestra existencia. Quizá su realidad sólo abarca los matices oscuros (de ahí el término de realismo sucio), y prácticamente en ningún momento rezuma aquello de la vida es bella; pero seguramente esa inclinación hacia la negatividad es tan intencionada como necesaria (Carver pensaría que ya había en el mundo demasiados cuentos al estilo “Blancanieves y los siete enanitos”). No en vano, proclamaba que la literatura tenía que estar en directa conexión con la vida. La suya, según él, se dividía en dos etapas: la primera, caótica, marcada por la angustia de un matrimonio a la deriva, y por su alcoholismo (entre 1976 y 1977 fue hospitalizado cuatro veces por su adicción a la bebida), y una segunda etapa, ya como escritor consagrado, sereno ante el giro que habían tomado los acontecimientos. Así se pronunciaba al respecto: «En esta segunda etapa, la posterior a mi vida alcohólica, todavía mantengo cierta sensación de pesimismo.» Justo por ese pesimismo, repartido generosamente por toda su obra, decía yo que no es la suya una literatura para niños; a veces, incluso, me atrevería a decir, ni siquiera para un determinado tipo de adultos. Entonces, la pregunta ahora es: ¿es recomendable la lectura de Raymond Carver, autor de algunos de los mejores cuentos de la segunda década de este siglo? La respuesta es no; de hecho, no suelo recomendarlo a nadie; de la misma forma que no recomiendo la literatura de Dostoyevski, el cine de Woody Allen, la música de Van Morrison o un relajado paseo en soledad una noche de intensa lluvia; a no ser claro, está, que conceptúe a mi interlocutor como un humanista (algo, desde mi punto de vista, todavía menos recomendable).
Carver murió joven, no llegó a cumplir los cincuenta, víctima de un cáncer de pulmón. Pensaba, como supongo que le ocurre a todos aquéllos con inquietudes, que aún le faltaban muchas cosas por hacer. «Me quedan peces por pescar y poemas y cuentos que escribir», confesó poco antes de su muerte. Pero si es cierto lo que dijo a un entrevistador en 1978: «Tú no eres los personajes, pero los personajes son tú», no será muy difícil encontrarle en cualquiera de esos magistrales retazos de vida almacenados en forma de cuentos.
© Francisco J. Rodriguez Criado, 1998

14 de marzo de 2015

De qué hablamos cuando hablamos de amor. Raymond Carver


 
DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR. 

 
Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. -Mel McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho a hacerlo. Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Estábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa –la llamábamos Terri- y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.
Había un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.
Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería tanto que habíaa intentado matarla. Luego continuó:
-Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. –Terri nos miró-. ¿Qué se puede hacer con un amor así? Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena castaña que le caía por la espalda.
Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.
-Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes –dijo Mel-. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.
-Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor –protestó Terri-. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.
Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.
-Me amenazó con matarme –dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra-. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame una patada-y-así-sabré-que-me amas. Terri, cariño, no pongas esa cara.
-Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió. -Ahora quiere arreglarlo –dijo Terri.
-¿Arreglar qué? –saltó Mel-. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo.
-De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? –Terri llevantó el vaso, bebió y añadió-: Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es verdad cariño? –sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.
-Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño –puntualizó Mel-. ¿Y qué opináis vosotros) –Mel se dirigía a Laura y a mí-. ¿Os parece que eso es amor?
-No soy la persona más apropiada para responder –respondí yo-. Ni siquiera conocí a ese Ed. Sólo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarle. Tendría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.
Mel aclaró:
-Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente. Laura intervino:-Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro?
Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.
-Cuando me fui, se tomó un matarratas –explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos-. Lo llevaron al hopital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío –suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.
-¡Qué cosas llega a hacer la gente! –exclamó Laura.
-Ahora está fuera de juego –dijo Mel-. Murió.
Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos.
Es más grave que eso –dijo Terri-. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed –Sacudió la cabeza.
-Ni pobre Ed ni nada –dijo Mel-. Era peligroso.
Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimientos, eran precisos, en extremo cuidadosos.
-Pero me amaba, Mel. Concédeme eso –insistió Terri-. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no? -¿Qué quieres decir con que no le salió bien? –pregunté.
  Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.
-¿Cómo dices que le salió mal si se mató? –inquirí.
  -Te lo contaré yo –dijo Mel-. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre estaba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Éramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo como yo! Pero lo  hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo. Y Terri y yo vivíamos en este apartamento. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la noche y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El aparcamiento estaba completamente oscuro, y antes de llegar al coche me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hombre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo. Creedme.
-A mí me sigue dando lástima –confesó Terri.
-Parece una pesadilla –dijo Laura-. ¿Pero qué sucedió exactamente después de que se pegara el tiro?
  Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados nos gustamos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.
-¿Qué sucedió? –insistió Laura.
Mel explicó:
-Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambulancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.
-¿Quién se salió con la suya? –dijo Laura.
-Yo estaba con él en su habitación cuando murió –precisó Terri-. No recuperó el conocimiento en ningún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.
-Era peligroso –dijo Mel-. Si quieres llamarlo amor, allá tú.
-Era amor –repitió Terri-. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la gente. Pero estaba dispuesto a morir por su amor. Murió por él.
-Pues para mí eso no era amor, puedes estar segura –dijo Mel-. Lo que quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.
Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.
-No me interesa ese tipo de amor –declaró-. Si para ti eso es amor, allá tú.
Terri explicó:
-Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar si algo le sucedía.
Terri bebió de su vaso. Prosiguió:
-Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Teníamos miedo. Mel tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia? –dijo Terri.
Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la botella. Mel se levantó y fue al aparador. Sacó otra botella.
-Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor –dijo Laura-. Para nosotros, por lo menos. –Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya-. Se supone que ahora debes decir algo –insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.
A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su regocijo.
-Somos afortunados –declaré.
-Eh, chicos –exclamó Terri-. Dejadlo. Me estáis poniendo mala. Aún seguís en la luna de miel, santo Dios. Aún seguís alejados, ¿será posible? Pero ya veréis. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?
-Un año y medio –contestó Laura, ruborizada y sonriente.
-Oh, vaya –dijo Terri-. Pues esperad un poco. Levantó el vaso y miró a Laura.
-Sólo estoy bromeando –puntualizó Terri.
Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra
-Vamos, muchachos –intervino-. Brindemos. Quiero proponer un brindis. Un brindis por el amor. Por el amor verdadero.
Hicimos chocar los vasos.
-Por el amor –coreamos.
Fuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber estado en cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Volvimos a alzar los vasos y nos sonreímos unos  a otros como niños que han pactado algo prohibido.
-Voy a explicaros lo que es el amor verdadero –dijo Mel-. Voy a poneros un buen ejemplo. Luego podréis sacar vuestras propias conclusiones. –Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Esperamos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse la mano en el cálido muslo y la dejé allí encima.
-¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? –dijo Mel?- creo que en el amor no somos más que participantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra persona. Pero a veces me resulta difícil explicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que supongo que soy como Terri a ese respecto. Como Terri y Ed. –Se quedó pensando en ello y luego continuó-: Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi ex mujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí tenemos a Ed. De acuerdo, otra vez a Ed. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo.
-Calló y bebió un trago de ginebra-. Vosotros lleváis juntos dieciocho meses, y os amáis. Se os nota en todo.
Rebosáis amor. Pero los dos habéis amado a otra gente antes de encontraros. Los dos habéis estado casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habréis amado a otras personas antes de vuestro primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros, mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo.  ¿Me equivoco? ¿Estoy desbarrando? Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿Entendéis? Y soy el primero en admitirlo.
-Mel, por amor de Dios –intervino Terri. Se inclinó hacia él y le tomó de la muñeca-. ¿Ya la has cogido, cariño? ¿Estás borracho?
-Cariño, solo estoy hablando –protestó Mel-. ¿Vale? No necesito estar borracho para decir lo que pienso. Estamos hablando, ¿no es eso? –dijo, y fijó la mirada en ella.
-No te estoy criticando –aseguró Terri.
Terri cogió su vaso.
-Hoy no estoy de guardia –puntualizó Mel-. Permíteme que te lo recuerde. No estoy de guardia.
-Mel, te queremos –dijo Laura.
  Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situarla, como si no fuera la mujer que era.
-Yo también te quiero, Laura –dijo Mel-. Y a ti, Nick. También te quiero a ti. ¿Sabéis una cosa? –se interrumpió-. Sois nuestros amigos –afirmó y cogió el vaso. 
-Iba a contarnos algo –empezó Mel-. Bueno, iba a demostrar algo. Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.
-Vamos, Mel –le regañó Terri-. No hables como si estuvieras borracho si no lo estás.
-Cállate por una vez en la vida –le pidió Mel con suma calma-. ¿Me harás ese favor, sólo durante un minuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los dejó hechos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.
Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizá ésta sea una palabra demasiado fuerte.
Mel nos pasaba la botella.
-Yo estaba de guardia aquella noche –explicó- era mayo, o quizá junio. Terri y yo acabábamos de sentarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo de ese accidente de una interestatal. Un jovencito borracho, un quinceañero, había estrellado la camioneta de su papá contra el coche-caravana de los viejos. Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico dieciocho o diecinueve o algo así, murió al llegar al hospital. Se había hundido el volante en el esternón. La pareja de ancianos seguía con vida, ya veis. Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorragias, contusiones, desgarrones, de todo… Y conmoción cerebral, los dos. Creedme, un estado lamentable. Y, claro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de arreglarlo. Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte instantánea.
-Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis, al habla –Terri rió-. Mel –prosiguió-, a veces demasiado. Pero te quiero, cariño.  -Cariño, te quiero –declaró Mel.
Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.
-Terri tiene razón –corroboró Mel, de nuevo en su silla-. Usad siempre los cinturones de seguridad. Pero hablando en serio, los viejos estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya os he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de urgencias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.
Bebió un trago de ginebra.
-Trataré de no extenderme –continuó-. Los subimos al quirófano y estuvimos casi toda la noche con ellos. Qué increíble resistencia la de esos viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de probabilidades, quizá algo menos a ella. Y ahí los tenéis por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en Vigilancia Intensiva, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos a una habitación.
Mel hizo una pa -Venga –prosiguió-. Acabemos esta maldita ginebra barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terri y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese sitio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.
Terri aclaró
-En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por fuera, quiero decir.
-Me gusta comer –comentó Mel-. Si volviera a empezar de nuevo, me haría chef, ¿sabéis? ¿Te parece bien Terri?
Rió. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.
-Terri lo sabe –explicó-. Terri puede contároslo. Pero dejad que os diga una cosa. Si pudiera volver a nacer, vivir una vida diferente, en un tiempo diferente y todo eso, ¿sabéis qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas armaduras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.
-A Mel le gustaría ir a caballo con la lanza en ristre –añadió Terri.
-Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer –apostilló Laura.
simplemente una mujer –redondeó Mel.
-¿No te da vergüenza? –saltó Laura.
Terri dijo:
-Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan fácil en aquellos tiempos.
-Los siervos no lo han tenido nunca fácil –dijo Mel-. Pero imagino que hasta los caballeros eran vesallos[ de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos de alguien. ¿No es cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había coches en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te rompieran la crisma.
-Vasallos –corrigió Terri. -¿Qué? –preguntó Mel.
-Vasallos –repitió Terri-. Es vasallos, no vesallos.
-Vasallos, vesallos –protestó Mel-. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has entendido, ¿no? Muy bien –reconoció-. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.
-La modestia no te sienta bien –dijo Terri.
-No es más que un humilde matasanos –intervine yo-. A veces, Mel, los caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos estaban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en alguna parte que a veces se caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los pisoteaban sus propios caballos.
-Terrible –exclamó Mel-. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo, a la espera de que apareciera alguien y los convirtiera en pinchos morunos.
Algún vesallo como ellos –dijo Terri
-Exacto –apoyó Mel-. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en aquellos tiempos.
-Las mismas por las que luchamos hoy en día –dijo Terri.
Laura sentenció:
-Nada ha cambiado.
Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios.
Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamente, como si estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua tónica.
-¿Qué pasó con la pareja de ancianos? –quiso saber Laura-. No has acabado de contar la historia.
Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez.
La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de formica. No eran formas iguales, claro está.
-¿Qué pasó con los viejos? –pregunté.
-Más viejos pero más sabios –comentó Terri.
Mel la miró con fijeza.
Terri prosiguió:
-Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
-Terri, a veces… -empezó Mel.
-Mel, por favor –le interrumpió Terri-. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
-¿Dónde está la broma? –inquirió Mel.
Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
-¿Qué pasó? –insistió Laura.
Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:
-Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
-Cuéntanos la historia –le insistió  Terri-. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?
-De acuerdo –dijo Mel-. ¿Dónde estaba? –Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la historia-: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.
Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
-Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.
Los tres miramos a Mel.
-¿Entendéis lo que quiero decir? –preguntó.
Puede que para entonces estuviéramos ya un poco borrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el más mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.
-Escuchad –propuso Mel-. Acabemos esta puta ginebra. Todavía queda para una ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.
-Está deprimido –observó Terri. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?
Mel sacudió la cabeza.
-He tomado todo lo que hay.
-A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuando –dije.
-Hay gente que las necesita desde que nace –comentó Terri.
Frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de hacerlo.
-Creo que me apetece llamar a mis hijos –dijo Mel-. ¿Os importa? Voy a llamar a mis hijos.
Terri le avisó:
-¿y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos ¿os hemos hablado de Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte peor.
-No quiero hablar con Marjorie –reconoció Mel- Pero quiero hablar con mis hijos.
  -No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su ex mujer vuelva a casarse. O que se muera –explicó Terri-. En primer lugar –afirmó-, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es sólo para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.
Marjorie es alérgica a las abejas –contó Mel-. Cuando no rezo para que vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la mate a aguijonazos.
-Qué vergüenza –dijo Laura.
Bzzzzz –susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.
>>Es perversa –dijo Mel-. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en el hueco de las manos.
-Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué os parece?
  -A mí me parece bien –asentí-. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir hasta que anochezca.
-¿Qué quieres decir, cariño? Preguntó Laura.
-Exactamente lo que he dicho –respondí-. Que podría seguir. Eso es todo lo que he dicho.
-pues yo comentaría algo –confesó Laura-. Creo que no he tenido tanta hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?
-Sacaré queso y galletas –dijo Terri.
Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.
Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.
-Se acabó la ginebra –anunció.
-¿Y ahora qué? –dijo Terri.
Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.
                                                                                         RAYMUND CARVER (1938 1988)
                                                      Perteneciente a : “De qué hablamos cuando hablamos de amor” 1981.

"EL PROBLEMA FINAL" Sir Arthur Conan Doyle


EL PROBLEMA FINAL
                                                                                       Sir Arthur Conan Doyle (1893)
Tomo la pluma con tristeza para redactar estos pocos párrafos, que serán los últimos que yo dedicaré a dejar constancia de las singulares dotes que distinguieron a mi amigo el señor Sherlock Holmes. Me he esforzado, aunque de una manera inconexa y, estoy profundamente convencido de ello, del todo inadecuada, en relatar como he podido las extraordinarias aventuras que me han ocurrido en su compañía desde que la casualidad nos juntó, en el período del Estudio en escarlata, hasta la intervención de Holmes en el asunto de El Tratado naval, intervención que tuvo como consecuencia indiscutible la de evitar una grave complicación internacional. Era propósito mío el haber terminado con ese relato, sin hablar para nada del suceso que dejó en mi vida un vacío que los dos años transcurridos desde entonces han hecho muy poco por llenar. Pero las recientes cartas en que el coronel James Moriarty defiende la memoria de su hermano me fuerzan a ello, y no tengo otra alternativa que la de exponer los hechos tal como ocurrieron.
Soy la única persona que conoce la verdad exacta del caso, y estoy convencido de que ha llegado el momento en que a nada bueno conduce el suprimirla. Por lo que yo sé, sólo han aparecido en la Prensa tres relatos: el que publicó el Journal de Geneve el día 6 de mayo de 1891, el telegrama de Reuter que apareció en los diarios ingleses el día 7 de mayo y, por último, las cartas recientes a que antes aludí. El primero y el segundo de estos relatos son sumamente lacónicos, en tanto que el
último tergiversa por completó los hechos, según voy a demostrarlo. Me toca a mí el contar por primera vez qué es lo que verdaderamente ocurrió entre el profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.
Se recordará que después de mi matrimonio y de mi consiguiente iniciación en el ejercicio independiente de la profesión médica se vieron, hasta cierto punto, modificadas las íntimas relaciones que habían existido entre Holmes y yo. Siguió
recurriendo a mí de cuando en cuando, es decir, siempre que deseaba tener un compañero en sus investigaciones, pero tales oportunidades fueron haciéndose cada vez más raras, como lo demuestra el que sólo conservo notas de tres casos durante el año 1890. Leí en los periódicos, durante el invierno de ese año y los comienzos de la primavera de 1891, que el Gobierno francés había comprometido sus servicios en un asunto de suprema importancia, y recibí de Holmes dos cartas, fechada la una en Narbona y la otra en Nimes, de las que deduje la probabilidad de que su estancia en el país francés iba a ser larga. Por eso me produjo cierta sorpresa el verlo entrar en mi consultorio la tarde del día 24 de abril. Me produjo la impresión de que estaba más pálido y enjuto que de costumbre.
Sí, me he estado empleando con bastante generosidad —
me explicó, respondiendo a mi mirada más bien que a mis palabras—. Los asuntos me han apremiado algo en los últimos tiempos. ¿Le causará alguna molestia si cierro los postigos de la ventana?
No había en la habitación otra luz que la que proporcionaba la lámpara colocada encima de la mesa en que yo estaba leyendo. Holmes avanzó pegado a la pared hasta llegar a la ventana, y juntando los postigos los aseguró por dentro con el pestillo.
¿Tiene usted miedo de algo? —le pregunté.
Lo tengo.
¿De qué?
De los fusiles de aire comprimido.
¿Qué me quiere dar a entender, querido Holmes?
Creo que usted me conoce lo bastante bien, Watson, para saber que no soy en modo alguno
un hombre nervioso. Por otra parte, el cerrar los ojos al peligro cuando uno lo tiene encima es estupidez y no valentía.
¿Me puede dar usted una cerilla?
Aspiró el humo de su cigarrillo como si recibiese con gratitud su influencia sedante.
Tengo que pedirle disculpa por venir tan tarde, y, además, he de suplicarle que se muestre tan
poco apegado a las buenas formas que me permita dentro de un rato abandonar su casa descolgándome por la pared del jardín posterior.
Pero, ¿qué significa todo esto? —le pregunté.
Alargó la mano y pude ver a la luz de la lámpara que dos de los nudillos de sus dedos estaban reventados y sangrando.
Como ve, no se trata de una minucia impalpable —me contestó, sonriendo—. Todo lo contrario, se trata de algo lo bastante más sólido como para destrozarle a un hombre la mano. ¿Está en casa su señora?
Está ausente, pues marchó de visita.
iAh, sí! ¿Está usted solo?
Completamente.
Pues entonces ya me resulta menos violento el proponerle que se venga a pasar conmigo una semana en el continente.
¿En qué parte?
iOh, donde quiera! Para mí es lo mismo.
Todo aquello resultaba muy extraño. No entraba en el carácter de Holmes el tomarse unas vacaciones sin una finalidad concreta, y algo que observé en su rostro, pálido y cansado, me dio a entender que los nervios de mi amigo estaban en el punto máximo de tensión. El vio en mis ojos la pregunta y, juntando las yemas de sus dedos y colocando los codos encima de sus rodillas, me explicó lo que ocurría.
Es probable que jamás haya oído usted hablar del profesor Moriarty, ¿verdad? —me preguntó.
Jamás.
¡Ahí está precisamente lo genial y asombroso del asunto! —exclamó—. El hombre llena por completo Londres, y nadie ha oído hablar de él. Esa razón es la que lo empinó hasta la cumbre en los fastos del crimen. Le digo con toda seriedad, Watson, que si yo consiguiera vencer a ese hombre, si me fuera posible libertar de él a la sociedad, tendría la sensación de que mi carrera había alcanzado su cúspide, y estaría dispuesto a consagrarme a un género de vida más sosegado. Entre nosotros, los casos recientes en los que pude ser de utilidad a la real familia de Escandinavia y a la República
francesa me han colocado en una situación tal que me seria posible seguir viviendo de la manera tranquila que va tan bien con mi carácter, y concentrar mi atención en mis investigaciones químicas.
Pero yo no podría descansar, Watson, no podría permanecer tranquilo en mi sillón, con el pensamiento de que un hombre como el profesor Moriarty se paseaba por las calles de Londres sin que nadie le fuese a la mano.
Pero ¿qué es lo que él ha hecho?
Su carrera ha sido de las extraordinarias. Es hombre de buena cuna y de excelente educación, y está dotado por la Naturaleza de una capacidad matemática fenomenal. A la edad de veintiún años escribió un tratado sobre el teorema de los binomios, que alcanzó boga en toda Europa. Con esa base ganó la cátedra de matemáticas en una de nuestras universidades menores. Se abría delante de él, según todas las apariencias, una brillante carrera. Pero el hombre en cuestión tenía ciertas tendencias hereditarias de la índole más diabólica. Coma por sus venas sangre criminal que, en vez de modificarse, se multiplicó y se hizo infinitamente más peligrosa mediante sus extraordinarias dotes mentales. Circularon negros rumores en torno suyo por la ciudad en que estaba situada la Universidad y, por fin, se vio obligado a renunciar a su cátedra y a venir a Londres, donde se estableció como preparador de oficiales del ejército.
Todo eso es lo que el mundo sabe del profesor, pero ahora le voy a’ contar lo que yo mismo he descubierto. Usted sabe bien, Watson, que nadie conoce tan bien como yo el alto mundo de la criminalidad londinense. Por espacio de varios años he vivido con la constante sensación de que detrás de los malhechores existía algún poder, un poder de gran capacidad organizadora, que se cruza siempre en el camino de la justicia y que cubre con su escudo a los delincuentes. Una vez, en casos de la más diversa variedad, falsificaciones, robos, asesinatos, he palpado la presencia de esa fuerza de que le hablo, y he deducido la intervención de su mano en muchos de los crímenes que no llegaron a descubrirse y en los que no se me consultó personalmente. Me he esforzado durante años en rasgar el velo que envolvía ese poder. Hasta que llegó el momento en que pude agarrar mi hilo y lo seguí, y ese hilo me condujo, después de mil astutos rodeos, hasta el profesor
Moriarty, el afamado matemático. Watson, ese hombre es el Napoleón del crimen.
Es el organizador de la mitad de los delitos y de casi todo lo que no llega a descubrirse en esta gran ciudad. Ese hombre es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Posee un cerebro de primer orden. Permanece inmóvil en su sitio, igual que una araña tiende mil hilos radiales y él conoce perfectamente todos los estremecimientos de cada uno de ellos. Es muy poco lo que actúa personalmente. Se limita a proyectar. Pero sus agentes son numerosos y magníficamente organizados. En cuanto hay un crimen que cometer, un documento que sustraer, una casa que saquear, un hombre a quien quitar de en medio, se notifica al profesor lo que ocurre, se organiza el hecho y se lleva a cabo. Existe la posibilidad de que el agente sea apresado. En ese caso hay siempre dinero dispuesto para ofrecer como garantía de su libertad provisional o para su defensa.
Pero el poder central que se sirve de ese agente no cae nunca en manos de la justicia, y ni siquiera llega a sospecharse su existencia. He aquí la organización de cuya realidad me aseguré mediante deducciones, Watson, y a cuyo descubrimiento público y destrucción he dedicado todas mis energías.
Pero el profesor se había rodeado de salvaguardias tan astutamente colocadas que hiciese yo lo que hiciese, parecía imposible lograr pruebas capaces de demostrar su culpabilidad ante un tribunal de justicia. Usted, mi querido Watson, conoce los puntos que yo calzo, pero al cabo de tres meses me vi obligado a confesar que había tropezado, por fin, con un antagonista que me igualaba en capacidad intelectual. El horror que me inspiraban sus crímenes se diluyó en mi admiración ante su destreza.
Pero un buen día tuvo un resbalón pequeño, pequeñísimo. Sin embargo, fue más que suficiente, y yo le caí encima. Se me había presentado mi oportunidad, y, partiendo de aquel resbalón, he urdido mi
red en tomo al profesor. La red está a punto de cerrarse. De aquí a tres días, es decir, el lunes próximo, estarán las cosas maduras, y el profesor caerá en manos de la Policía con todos los miembros destacados de su cuadrilla. Entonces presenciaremos la vista de la mayor causa criminal
del siglo, el esclarecimiento de cuarenta y tantos misterios y el dogal como condena de cada uno de ellos; pero, compréndame, si actuamos prematuramente, quizá se nos escurran de entre las manos incluso en el último instante. Ahora bien: si hubiésemos podido hacer esto sin que se enterase el profesor Moriarty, todo habría salido a pedir de boca. Pero es hombre demasiado precavido para semejante cosa. A él no se le escapó ni uno solo de los pasos que yo he dado para ir cercándolo con mis lazos. Una y otra vez ha intentado romper el cerco, pero siempre he desbaratado yo sus tentativas.
Le digo, amigo mío, que si fuera posible escribir un relato detallado de esa lucha silenciosa, seria
considerado como el ejercicio más brillante de estocadas y paradas de la historia del detectivismo.
Jamás me he elevado yo a tales alturas y jamás me he visto tan duramente acosado por mi adversario. El hiló muy fino, pero yo afiné todavía más. Esta mañana se han tomado las últimas disposiciones, y sólo se necesitarán tres días para dar cima al asunto. Me hallaba yo sentado en mi habitación, discurriendo sobre este asunto, cuando se abrió la puerta y compareció ante mí el profesor Moriarty. Yo tengo los nervios bastante bien templados, Watson, pero tengo que confesar que di un respingo al ver en pie, en el umbral de mi puerta, al mismísimo hombre que no se apartaba de mis pensamientos. Yo estaba familiarizado con su aspecto personal.
Es un hombre muy alto y seco; su frente ancha se yergue en blanca curva como un torreón, y tiene los ojos profundamente hundidos en el cráneo. Va completamente afeitado, es pálido, de apariencia asceta y conserva en sus rasgos ciertas características propias de un profesor. Es cargado de hombros, debido a su mucho estudiar, y mantiene su rostro adelantado en una especie de perpetua y lenta oscilación de un lado para otro, al extraño modo de los reptiles. Me miró con sus ojos medio cerrados, con expresión de curiosidad, y, por fin, me dijo: «Posee usted
un desarrollo frontal inferior al que yo calculaba. Es una costumbre peligrosa la de poner el dedo en el gatillo de un arma cargada que se lleva en el batín.» La verdad es que yo me di cuenta, así que él entró, del gravísimo peligro personal en que me encontraba. No había para él otra posible escapatoria que la de silenciar mi lengua.
Fue cosa de un instante el sacar el revólver del cajón, meterlo en mi bolsillo y apuntarle por detrás de la tela. Al oírle hablar así, saqué mi revólver y lo coloqué encima de la mesa con el gatillo levantado. El profesor seguía sonriéndome y parpadeando, pero algo tenían sus ojos que me hizo alegrarme de tener a mano el arma «Está claro que usted no me conoce», dijo. «Todo lo contrario — le contesté—; creo que está bastante claro que lo conozco. Siéntese, por favor. Le puedo dedicar
cinco minutos si tiene algo que manifestarme.»
«Todo cuanto querría decirle yo ha cruzado ahora por su imaginación», me contestó. «Pues entonces, quizá haya cruzado mi respuesta por la suya», le dije. «¿Sigue usted en sus trece?» «Por completo.» Metió él de golpe la mano en su bolsillo, y yo empuñé el arma. Pero él se limitó a sacar un uaderno en el que había garrapateado algunas notas, y dijo: «El cuatro de enero se cruzó usted en
mi camino. El veintitrés me molestó; hacia mediados de febrero esas molestias se hicieron muy serias; a fines de marzo me vi sumamente embarazado en mis proyectos, y ahora, a fines de abril, me encuentro colocado en situación tal, por culpa de la persecución constante de queusted me ha hecho objeto, que estoy en verdadero peligro de perder mi libertad. La situación se está haciendo
imposible.» «¿Tiene usted alguna sugerencia que hacer?», le pregunté.
«Debe usted abandonar el asunto, señor Holmes —me dijo, con el balanceo característico de su cara—. Ya sabe usted que debe abandonarlo.» «Después del lunes», le contesté. «¡Vaya, vaya! — dijo él—. Un hombre de su inteligencia tiene que comprender que este negocio no tiene sino una salida Es preciso que usted se retire. Ha dispuesto usted las cosas de tal manera que sólo nos ha
dejado una alternativa. Para mí ha constituido un placer intelectual la manera como ha abordado usted este problema, y le aseguro, con sinceridad, que me dolería muchísimo el yerme obligado a recurrir a una medida extrema. Usted se sonríe, pero le aseguro que me dolería» «El peligro es una parte de mi profesión», le hice
notar. «Aquí no se trata de un peligro. Se trata de una destrucción inevitable. Usted no se interpone solamente en el camino de un individuo, sino en el de una poderosa organización, cuyo alcance pleno usted, a pesar de toda su inteligencia, ha sido incapaz de medir. Señor Holmes, debe apartarse o, de lo contrario, será pisoteado.» «Estoy viendo que el placer que me proporciona esta conversación me hace desatender asuntos de importancia que me esperan en otra parte», le dije poniéndome en pie. También él se levantó y me miró en silencio, moviendo tristemente la cabeza. «Bueno, bueno —dijo por último—. Parece una lástima, pero he hecho cuanto estuvo en mi mano. Conozco una por una todas sus jugadas. Nada puede usted hacer antes del lunes. Hemos sostenido un duelo usted y yo, Holmes. Usted espera llevarme al banquillo.
Yo le aseguro que jamás me sentaré en el banquillo. Usted confía en vencerme. Yo le aseguro que no me vencerá jamás. Si su habilidad llega hasta destrozarme, tenga la seguridad de que yo haré lo propio con usted.» «Señor Moriarty, usted me ha dirigido varios cumplidos —contesté yo--.
Permítame que le diga a mi vez que, si yo estuviera seguro de la primera de estas alternativas, aceptaría gustoso, en interés del público, la segunda» «Yo puedo prometerle una cosa, pero no la otra», contestó burlón, y con eso me volvió sus cargadas espaldas y salió del cuarto, fijándose en todo y parpadeando. Tal fue mi extraña entrevista con el profesor Moriarty.
Confieso que dejó en mí una desagradable impresión. Su manera de hablar, meliflua y concisa, produce un convencimiento de sinceridad que no conseguiría un simple fanfarrón. Naturalmente que usted me dirá «Por qué no adoptar contra el profesor ciertas precauciones policíacas?» Pues porque estoy bien convencido de que el ataque me vendrá de sus agentes. Poseo las mejores pruebas de que ocurriría eso.
¿Ha sido usted ya objeto de alguna agresión?
Mi querido Watson, no es el profesor Moriarty hombre que deje crecer la hierba bajo sus pies.
A eso del mediodía salí para realizar unas transacciones en Oxford Street. Al cruzar desde la esquina de Bentinck Street hasta Welbeck Street, un carro de muebles tirado por doscaballos enloquecidos la dobló y se precipitó sobre mí como un rayo. Yo pegué un salto, gané la acera y me salvé por una fracción de segundo. El carro de muebles se precipitó desde Maylebone Lane y desapareció en un instante..Desde ese momento no me salí de la acera, Watson; pero cuando caminaba por Vere Street adelante, cayó del tejado de una de las casas un ladrillo y se hizo pedazos a mis pies. Llamé a la policía y se revisó la casa. Había en el tejado unos montones de pizarras y de ladrillos destinados a algunas reparaciones y quisieron hacerme creer que el viento había volteado uno de estos últimos.
Yo estaba mejor enterado, pero no podía probar nada. Después de eso, cogí un coche de alquiler y me dirigí a las habitaciones de mi hermano en Pall Mall, donde he pasado el día. Hace un rato, cuando venía hacia esta casa, fui atacado por un maleante armado de una porra. Lo derribé por el suelo, y la Policía lo tiene detenido, pero puedo decirle a usted con la más absoluta seguridad que no logrará en modo alguno establecerse- el que exista una conexión entre el individuo sobre cuyos dientes delanteros me he despellejado los nudillos y el aislado preparador matemático, que seguramente está a diez millas de allí resolviendo problemas en un encerado. No se extrañará, Watson, de que mi primer acto, al entrar en sus habitaciones, haya sido cerrar los postigos de sus ventanas, y el que me haya visto obligado a pedirle permiso para abandonar la casa por una salida menos visible que la puerta delantera.
Yo me había admirado con frecuencia del valor de mi amigo, pero nunca más que en aquel momento en que, sentado tranquilamente, iba enumerando una serie de incidentes que, reunidos, había hecho de aquél un día espantoso.
¿Pasará usted aquí la noche? —le pregunté.
No, amigo mío, porque quizá le resultase un huésped peligroso. Me he trazado mis planes, y todo saldrá bien. Las cosas se hallan tan avanzadas que la Policía puede actuar sin necesidad de mi ayuda, por lo que se refiere a las detenciones, aunque mi presencia sea indispensable como pieza de convicción ante el juez. Por consiguiente, está claro que lo mejor que puedo hacer es alejarme durante los pocos días que han de transcurrir antes de que la Policía tenga las manos libres para actuar. Por consiguiente, será para mí un gran placer el que usted me acompañe al continente.
Mi clientela da poco trabajo, y, además, tengo un compañero y convecino muy dispuesto a servirme. Me alegrará, pues, acompañarle.
¿Saliendo de aquí mañana por la mañana?
Si es preciso.
iOh, sí!, es muy necesario. Pues entonces, mi querido Watson, he aquí mis instrucciones, y yo le suplico que las siga al pie de la letra, porque está usted desde este momento metido en una partida, de pareja conmigo, contra el bribón más inteligente y contra la organización de criminales más poderosa de Europa Escuche, pues: despachará usted los equipajes que tenga intención de llevar, entregándoselos a un mensajero de confianza esta noche, y sin poner etiqueta alguna, para que los lleve a la estación Victoria Por la mañana enviará usted a buscar un coche hanson, ordenándole a su hombre que no tome ni el primero ni el segundo de los que le salgan al paso.
Subirá rápidamente al coche, y marchará usted en él hasta el extremo que da al Strand de los soportales Lowther, entregándole la dirección al cochero escrita en un papelito con la indicación de que no lo tire. Tenga preparado el importe del viaje y, en el instante mismo en que se detenga su coche, atraviese corriendo los soportales, calculando el tiempo de manera que llegue al otro extremo a las nueve y cuarto. Junto al bordillo de la acera estará esperando un pequeño coche brougham,
guiado por un cochero que llevará una gruesa capa negra con el cuello ribeteado dé rojo. Se meterá usted dentro, y llegará a la estación Victoria con el tiempo suficiente para subir al expreso continental.
¿Dónde me veré con usted?
En la estación. El segundo coche de primera clase, contando desde la cabeza del tren, estará
reservado para nosotros.
De modo, que el lugar de la cita es dentro del coche del ferrocarril.
En efecto.
Fue inútil el que insistiese con Holmes en que se quedase a pasar la velada. Era evidente para mí que él pensaba que su presencia podría acarrear molestias bajo el techo que le cobijaba, y que ése era el motivo que le impulsaba a marcharse. Se levantó después de pronunciar algunas frases precipitadas referentes a nuestros planes para el día siguiente, y salió conmigo al jardín, trepando por encima de la pared que linda con Mortimer Street. Llamó inmediatamente a un coche con un silbido, y le oí alejarse en el carruaje.
A la mañana siguiente me ceñí al pie de la letra a las instrucciones de Holmes. Se me buscó un hansom, adoptando todas las precauciones necesarias para impedir que estuviese preparado allí esperándonos a nosotros, e inmediatamente después de desayunarme salí para los soportales de Lowther, que atravesé a todo correr de mis piernas. Me estaba esperando un coche brougham con un voluminoso cochero envuelto en una capa negra. En el instante mismo en que yo me metí dentro del coche, él fustigó a su caballo y rodamos estrepitosamente hacia la estación Victoria. En el momento de apearme hizo girar el carruaje, y se alejó a toda velocidad sin mirar siquiera hacia mí.
Todo había marchado hasta ese momento de manera admirable. Me esperaba mi equipaje y no tuve dificultad alguna en encontrar el coche que Holmes me había indicado, tanto más cuanto que era el único con el cartel de reservado. Mi sola preocupación desde ese momento era el que no hiciese acto de presencia Holmes. El reloj de la estación señalaba siete minutos tan sólo para la hora de salida del tren. En vano busqué entre los grupos de viajeros, y de gente que había ido a despedir a
los mismos, la delgada silueta de mi amigo. No se le veía por ninguna parte. Perdí algunos minutos sirviendo de intérprete a un venerable sacerdote italiano, que se esforzaba por hacer comprender a un mozo de equipajes en su inglés chapurreado que tenía que facturar su equipaje hasta París. Después eché un nuevo vistazo por todas partes, y regresé a mi coche, encontrándome con que el mozo de equipajes, sin hacer caso del cartelito, me había dado de compañero de viaje a mi decrépito amigo italiano. Fue inútil que yo intentase hacer comprender a éste que su presencia allí suponía un entremetimiento, porque el italiano que yo hablaba era todavía más escaso que el inglés
que hablaba él; me encogí, pues, de hombros con resignación, y seguí buscando ansiosamente con la mirada a mi amigo. Me corrió por el cuerpo un escalofrío de miedo al pensar en que su ausencia podía significar que habían descargado sobre él
durante la noche algún ataque. Ya estaban cerradas todas las portezuelas y había sonado el silbato, cuando...
Mi querido Watson -dijo una voz—, ni siquiera ha tenido usted la condescendencia de darme los buenos días.
Me volví presa de irreprimible asombro. El anciano eclesiástico se había vuelto a mirarme. Instantáneamente, las arrugas se fueron alisando, la nariz se alejó de la barbilla, el labio inferior dejó de estar pendiente y la boca de farfullar, recobrando los ojos apagados su brillo e irguiéndose el cuerpo alicaído. Un instante después volvió todo él a desmadejarse, y Holmes desapareció con la misma rapidez con que había
surgido.
¡Santo Dios! —exclamé---. ¡Cómo me ha sobresaltado usted!
Todas las precauciones siguen siendo necesarias —me cuchicheó—. Tengo razones para pensar que nos siguen la pista muy de cerca ¡Ahí está Moriarty en persona!
Al decir Holmes estas palabras el tren había empezado ya a moverse. Miré hacia atrás y vi a un hombre de mucha estatura abriéndose paso furiosamente a empujones por entre la multitud y haciendo señas con la mano como si desease obligar al tren a pararse. Sin embargo, era demasiado tarde, porque íbamos ganando rápidamente velocidad, y un instante después nos lanzábamos fuera de la estación.
Ya ve usted que con todas nuestras precauciones nos hemos escapado por un pelo -dijo
Holmes, echándose a reír.
Se levantó, se quitó la sotana negra y el sombrero con que se había disfrazado, y los guardó dentro de un maletín.
¿Leyó usted los periódicos de la mañana, Watson?
No.
¿No ha leído entonces nada acerca de Baker Street?
¿Baker Street?
Anoche pegaron fuego a nuestras habitaciones, aunque los perjuicios no han sido grandes.
¡Válgame Dios, Holmes! Esto es intolerable.
Debieron de perder por completo mi pista después de la detención por la Policía del hombre de la cachiporra. De otro modo, no habrían podido imaginarse que yo había regresado a mi domicilio.
Sin embargo, es evidente que tomaron la precaución de vigilarlo a usted, y eso es lo que trajo a
Moriarty a la estación Victoria. ¿No habrá cometido usted algún error al venir?
Hice todo exactamente tal y cual usted me indicó.
¿Encontró usted al coche brougharn?
Sí, me estaba esperando.
¿No adivinó quién era el cochero?
No.
Era mi hermano Mycroft. Es una ventaja en casos así el no verse en la precisión de confiar un secreto a una persona mercenaria. Pero vamos a calcular cuál debe ser nuestra conducta de aquí en adelante por lo que respecta a Moriarty.
Como éste es un tren expreso y como el barco del estrecho funciona en conexión con el mismo, yo diría que nos hemos sacudido muy eficazmente al tal Moriarty.
Mi querido Watson, por lo que veo, usted no comprendió todo el alcance de mis palabras cuando le dije que es preciso considerar a este hombre como el igual mío en el plano intelectual.
Usted no se imaginará que si yo fuera el perseguidor me dejaría burlar por un obstáculo tan insignificante. ¿Por qué, pues, va usted a tener una opinión tan mezquina de él?
¿Qué es lo que hará?
Lo que haría yo.
Pues entonces, ¿que haría usted?
Hacer preparar un tren especial.
Pero sería tarde.
De ninguna manera. Este tren nuestro se detiene en Canterbury, y hay por lo menos un cuarto
de hora de tiempo para la salida del barco. Allí nos alcanzará.
Cualquiera pensaría que somos nosotros los criminales. Hagámoslo arrestar en cuanto llegue.
Con ello echaríamos a perder la tarea de tres meses. Pescaríamos al pez gordo, pero los otros peces pequeños se nos desbandarían a derecha e izquierda de nuestra red. El lunes serán nuestros todos ellos. No, una detención es inadmisible en este momento.
¿Qué haremos, pues?
Nos apearemos en Canterbury.
¿Y luego?
Pues tendremos que hacer un viaje a través del país hasta Newhaven, y desde allí cruzaremos el estrecho hasta Dieppe. Moriarty hará otra vez lo que haríamos nosotros. Seguirá viaje hasta París, descubrirá nuestros equipajes y montará la guardia durante dos días en el depósito de los mismos. Entre tanto, nosotros nos
obsequiaremos con un par de maletines, fomentaremos la fabricación en los países por los que viajemos y nos dirigiremos tranquilamente a Suiza, pasando por Luxemburgo y Basilea.
Yo soy un viajero demasiado curtido para que la pérdida de mi equipaje me cause serios inconvenientes; pero confieso que me molestó la idea de yerme obligado a andar con tretas y ocultaciones frente a un hombre cuya historia estaba manchada de infamias indecibles. Sin embargo, era evidente que Holmes veía la situación con mayor claridad que yo. Por consiguiente, nos apeamos del tren en Canterbury,
encontrándonos con que teníamos que esperar una hora antes de que saliese el primer tren para Newhaven. Aún seguía yo mirando con tristeza hacia el furgón que
contenía mi equipaje y que desaparecía rápidamente, cuando Holmes me tiró de la manga y me señaló un punto lejano de la línea
Ya lo ve usted —me dijo.
Muy lejos, de entre los bosques de Kent, se alzaba una fina nubecilla de humo. Un minuto después pudimos ver cómo desembocaba a toda velocidad un tren compuesto de la máquina y un vagón por la curva amplia que conduce a la estación. Tuvimos el tiempo justo de situarnos detrás de una pila de equipajes; el tren pasó retumbando con estrépito y lanzándonos a la cara una vaharada
de aire caliente.
Allá se nos va -dijo Holmes, viendo cómo el único coche de aquel tren saltaba y se balanceaba al pasar por las agujas—. Como usted ve, la inteligencia de nuestro amigo tiene ciertos límites. Si él hubiese razonado, calculando lo que haríamos nosotros y actuando en consecuencia, habría dado con ella un coup de maître.
¿Y qué habría hecho si nos hubiese dado alcance?
No puede haber la menor duda de que habría lanzado contra mí un ataque asesino. Sin embargo, ése es un juego en que los jugadores pueden ser dos. La cuestión ahora es la de si debemos hacer aquí un temprano desayuno, o si debemos correr el peligro de pasar hambre antes de que lleguemos al buffet de Newhaven.
Aquella noche llegamos a Bruselas, donde pasamos dos días, siguiendo al siguiente nuestro viaje hasta llegar a Estrasburgo. El lunes por la mañana Holmes telegrafió a la Policía londinense, y por la noche encontramos la contestación al llegar a nuestro hotel. Holmes rasgó el sobre, y luego lo tiró al fuego de la chimenea, lanzando una amarga maldición.
Debí suponérmelo —suspiró--. ¡Se ha escapado!
¡Moriarty!
Han atrapado a toda la cuadrilla menos a él. Les dio esquinazo. Naturalmente, una vez que yo me ausenté del país, ya no hubo nadie capaz de hacerle frente. Sin embargo, yo creí que les había entregado la pieza de caza en sus propias manos. Watson, creo que lo mejor será que regrese usted a Inglaterra.
¿Por qué?
Porque voy a resultarle de ahora en adelante un compañero peligroso. Este hombre ha perdido su ocupación. Si yo no me equivoco acerca de su carácter, consagrará todas sus energías a vengarse de mí. Si regresa a Londres está perdido. En nuestra breve entrevista me lo dijo, yo creo que hablaba en serio. Así pues, tengo que recomendarle que vuelva usted y atienda a su clientela
No eran ésas unas palabras como para que ejerciesen influencia en quien era, como yo soy, un veterano de la guerra y también un veterano amigo. Estuvimos discutiendo el asunto por espacio de media hora en el comedor de Estrasburgo, pero esa misma noche reanudamos el viaje y marchamos camino de Ginebra.
Durante una semana encantadora vagabundeamos por el valle del Ródano, y después, desviándonos en Leuk, cruzamos el paso de Gemmy, cubierto aún por una espesa capa de nieve, dirigiéndonos por Interlaken a Meiringen. Fue un viaje
encantador, entre el verdor delicioso de la primavera que se distinguía debajo de nosotros y el blanco virginal del invierno por encima; pero también fue evidente para mí que ni por un instante se olvidaba Holmes de la sombra que se cruzaba en su camino.
En las sencillas aldeas de los Alpes o en los solitarios pasos de lamontaña advertía yo, por el rápido ir y venir de sus ojos y su aguda manera de escudriñar todas las caras que con nosotros se cruzaban, que él estaba muy convencido de que fuésemos a donde fuésemos, no conseguiríamos ponernos a distancia del peligro que seguía nuestros pasos.
Recuerdo que en cierta ocasión, cuando cruzábamos el Gemmy y caminábamos por la orilla del melancólico Daubensee, rodó con estrépito una gran roca desprendida del espolón que se alzaba a nuestra derecha y fue a parar rugiendo al lago a espaldas de nosotros. Holmes corrió alinstante hasta lo alto del espolón y, en pie en una alta cima, alargó su cuello en todas direcciones.
Fue inútil que nuestro guía le asegurase que en ese lugar y durante la primavera venía a ser cosa corriente el que se desplomasen algunos peñascos. Holmes no dijo nada, pero se sonrió mirándome con la expresión de quien ve cumplirse algo que él espera.
Sin embargo, ese constante estar en guardia no abatió nunca su buen humor. Al contrario, no recuerdo haberlo visto jamás de una alegría tan, exuberante. Una y otra vez traía a colación el hecho de que si él estuviera seguro de que la sociedad quedaba libre del profesor Moriarty, acabaría su propia carrera muy alegremente.
Watson, yo creo que puedo llegar hasta ufanarme de que mi vida no ha sido por completo
vana —me dijo a modo de comentario-. Si esta noche llegase a su fin la historia de la mía, podría yo contemplarla con ecuanimidad. Mi presencia ha contribuido a purificar la atmósfera de Londres. No recuerdo, en más de mil casos, uno solo en el que yo haya empleado mis facultades en favor de la parte culpable. En los últimos tiempos me he sentido inclinado a bucear en los problemas originados por la Naturaleza, más bien que en aquellos otros más superficiales de que es responsable nuestro artificioso sistema social. Sus Memorias, Watson, llegarán a su fin el día en que yo corone mi carrera con la captura o muerte del más peligroso y más inteligente criminal de Europa.
Seré conciso, aunque siempre exacto, en lo poco que aún me queda por relatar. No es tema en el que a mí me agradaría extenderme, pero tengo conciencia de que hay un deber que me obliga a no omitir ningún detalle.
El día 3 de mayo llegamos a la pequeña aldea de Meirigen, donde nos alojamos en el Englischer Hof, atendido entonces por Peter Steiler, padre. Era el dueño del hotel un hombre inteligente y hablaba perfectamente el inglés, por haber servido durante tres años de camarero en el Grosvenor Hotel, de Londres. Por consejo suyo salimos juntos la tarde del día 4 con el propósito de cruzar las colinas y pasar la noche en la pequeña aldea de Rosenlaui. Sin embargo, insistió en que no cruzásemos bajo ningún concepto frente a la catarata de Reichenbach, que se encuentra más o menos a mitad de altura de la colina, sin hacer un pequeño rodeo para contemplarla.
Se trata, sin duda alguna, de un sitio que causa pavor. El torrente, crecido por el deshielo, se precipita en un abismo tremendo, del que salta hacia arriba el agua convertida en fino rocío que parece la humareda de una casa incendiada El abismo en que el río se precipita forma una inmensa hendidura, entre paredes de roca reluciente y negra como el carbón, que se van estrechando hasta desembocar en un pozo de incalculable profundidad, que rebosa y despide con fuerza la corriente de agua por encima de sus dentados bordes. La larga masa de agua que cae eternamente rugiendo, y la tupida nube ondulante de vapor de agua que asciende eternamente silbando, marea con su estruendo y con sus remolinos a quien las mira. Desde cerca del borde mirábamos hacia la hondura contemplando el centelleo de las aguas que se estrellaban contra las negras rocas, mucho más abajo que nosotros, y escuchábamos el griterío, que tenía algo de cosa viva, que subía retumbando desde el hondo abismo con los borbollones de agua menudísima.
Ha sido abierto un sendero en semicircunferencia alrededor de la cascada, y desde el mismo se domina ésta por completo; pero termina bruscamente, y el viajero se ve obligado a retroceder sobre sus pasos. Dimos media vuelta para hacerlo, cuando vimos que un mozo suizo avanzaba corriendo, con una carta en la mano. Traía ésta el membrete del hotel que acabábamos de dejar, y me la dirigía a mí el dueño del mismo. Decía en ella que, a los pocos minutos de marcharnos, había llegado una
señora inglesa que parecía estar en el grado más avanzado de consunción. Había invernado en Davos Platz, y marchaba a reunirse con amigos suyos que estaban en Lucerna, cuando la acometió una repentina hemorragia. Se creía que apenas le quedaban algunas horas de vida, pero sería para ella un gran consuelo el verse atendida por un médico inglés, de manera que, si yo quería regresar, etc., etc. El bueno de Steiler me daba la seguridad, en una posdata, de que él lo consideraría como un gran favor personal, ya que la señora aquélla se negaba a que la atendiese un médico suizo, por lo cual Steiler creía estar incurriendo en una grave responsabilidad.
Yo no podía mostrarme sordo a semejante requerimiento. Era imposible rehusar acudir a la llamada de una compatriota que se moría en tierra extraña Sin embargo, sentí escrúpulos de abandonar a Holmes. Al fin convinimos en que el joven mensajero suizo se quedaría con él, sirviéndole de guía y de acompañante mientras yo regresaba a Meiringen. Mi amigo me dijo que quería permanecer un ratito más junto a la cascada, y que luego seguiría camino lentamente, hasta pasar al otro lado de la colina y llegar a Rosenlaui, lugar donde yo me reuniría con él a la caída de la
tarde. Cuando yo me alejaba, vi a Holmes apoyado de espaldas contra una roca, cruzado de brazos y viendo precipitarse las aguas en el abismo que había a sus pies. Era ésa la última visión que de él había yo de tener en este mundo.
Cuando me hallaba al pie de la cuesta me volví para mirar hacia atrás. Desde este sitio me era imposible a mí contemplar la cascada, pero sí podía distinguir la curva del sendero que zigzagueaba por encima de la lomera de la colina y conducía hasta ella. Recuerdo que un hombre avanzaba con gran -rapidez por ese sendero. Distinguí su negra silueta perfectamente dibujada sobre el fondo azul. Me fijé en él y
también me llamó la atención la energía con que caminaba, pero dejé de pensar en su persona para marchar rápidamente a
cumplir mi cometido. Tardaría yo poco más de una hora en llegar a Meiringen. El
viejo Steiler estaba en pie en el pórtico de su hotel.
Bueno —le dije, acercándome presuroso—, confío en que esa señora no habrá empeorado.
Una mirada de sorpresa cruzó por su cara, y mi corazón se volvió como de plomo dentro de mi pecho, observando el primer temblor de sus cejas al arquearse.
¿No es usted quien ha escrito esto? —le dije, sacando la carta del bolsillo—. ¿No hay en el hotel ninguna señora inglesa enferma?
De ninguna manera —exclamó sorprendido-. ¡Pero tiene el membrete del hotel! ¡Ya caigo!
Debió de escribirlo aquel inglés muy alto que llegó después que ustedes se marcharon. Dijo que...
Pero yo no esperé a oír las explicaciones del dueño del hotel. Acometido de un hormigueo de temor, corría ya por la calle de la aldea adelante, en busca del sendero por el que acababa de bajar.
Una hora había invertido en el descenso. A pesar de todos mis esfuerzos, habían transcurrido dos horas más cuando llegué otra vez a la catarata de Reichenbach. Encontré todavía el bastón de montañero de Holmes apoyado en la roca junto a la cual yo le había dejado. Pero a él no se le veía por ninguna parte, y fue en vano el que yo gritase. La única respuesta que obtuve fue la de mi propia voz, que rebotaba, formando ecos sucesivos, en los peñascos que se alzaban a mi alrededor.
Fue la vista de aquel bastón de montañero lo que me dejó frío y enfermo. El atestiguaba que Holmes no había marchado a Rosenlaui. Se había quedado en aquel sendero de tres pies de anchura, con un muro cortado a pico en un lado y el abismo también cortado a pico en el otro, hasta que le alcanzó su enemigo. También había desaparecido el joven suizo, que estaba probablemente a sueldo de Moriarty y se había retirado dejando solos a los dos hombres. ¿Qué había ocurrido después? ¿Quién podía contarnos lo que después había ocurrido?
Permanecí inmóvil por espacio de un par de minutos para serenarme, porque me hallaba atónito por lo espantoso del suceso. Luego empecé a pensar en los métodos que seguía
Holmes, e intenté ponerlos en práctica para esclarecer aquella tragedia. ¡Por desgracia, me resultó demasiado fácil la tarea!
Nosotros ¡10 habíamos llegado en nuestra conversación hasta el final del sendero, y el bastón de alpinista indicaba el sitio en que nos habíamos detenido. La corriente continua de la nube de rocío mantiene eternamente blando el suelo negruzco, y hasta
un pájaro dejaría en él su huella. Dos líneas de huellas de pie se distinguían con claridad a lo largo del sendero hasta su última extremidad, ambas alejándose de mí. Pero, en cambio, no había ninguna huella de pies en el sentido opuesto. A pocas yardas de la extremidad del sendero, el suelo estaba removido y convertido en un pequeño lodazal; las cañas y helechos que bordeaban el abismo estaban arrancados o destrozados. Me tumbé boca abajo y miré hacia el fondo, mientras las
salpicaduras de agua menuda saltaban hacia arriba en torno mío. Había ido oscureciendo desde mi marcha, y ya sólo podía distinguir, aquí y allá, el brillo de la
humedad en las negras paredes, y allá muy hondo, al final de la hendidura, el relampagueo de las aguas revueltas con violencia. Grité; pero sólo llegó hasta mis oídos el mismo gritde la cascada, que parecía tener algo de cosa viva.
Pero mi destino había ordenado que, a fin de cuentas, recibiese yo unas últimas frases de saludo de mi amigo y camarada. Ya he dicho que su bastón de alpinista había quedado apoyado en una roca que sobresalía junto al sendero. El brillo de un objeto colocado en lo alto de esa roca hirió mis ojos; alargué la mano y me encontré con que lo producía la pitillera de plata que solía llevar consigo. Al cogerla en mi mano, cayó al suelo un pedazo pequeño y cuadrado de papel, sobre el que la pitillera se apoyaba. Lo desdoblé, encontrándome con que eran tres páginas arrancadas de su cuaderno de notas y que estaban dirigidas a mí. Dato característico de lo que era aquel hombre es que la dirección era tan clara y la escritura tan segura y legible, como si hubiese sido redactada en su despacho.
Decía así:
«Mi querido Watson: Escribo estas pocas líneas por una amabilidad del señor Moriarty, que espera el momento cómodo para mí de entablar la discusión final de las cuestiones que median entre nosotros. El me ha hecho un esbozo de los métodos de que se valió para esquivar a la Policía inglesa y mantenerse al corriente de nuestras andanzas. Confirman, desde luego, la elevada opinión que yo me había formado de su inteligencia.
Me satisface el pensar que podré librar a la sociedad de los nuevos efectos que pudiera causarle su presencia en ella, aunque me temo que será a un precio que entristecerá a mis amigos, y especialmente a usted, mi querido Watson. Sin embargo, ya le tengo explicado que mi carrera había de todos modos hecho crisis, y que ningún otro final podía
resultarme más a gusto que éste. Quiero hacerle una confesión plena, y es que yo estaba completamente seguro de que la carta de Meiringen era un cebo para atraerlo a usted, y le permití que marchase a cumplir aquel cometido con el convencimiento de que iba a producirse algún hecho de esta clase. Informe al inspector Paterson de que los documentos que necesita para demostrar la culpabilidad de la cuadrilla se hallan archivados en la carpeta M, dentro de un sobre azul que lleva la inscripción de Moriarty.
Antes de salir de Inglaterra dispuse todo lo referente a mis bienes, e hice entrega de los mismos a mi hermano Mycroft. Sírvase presentar mis saludos a la señora Watson, y téngame, mi querido compañero, por sinceramente suyo,
Sherlock Holmes.»
Bastarán sólo algunas palabras para el relato de lo poco que aún queda por contar. Un examen realizado por técnicos apenas si deja dudas acerca de que la lucha personal entre los dos hombres acabó, como no tenía más remedio que acabar, en semejante situación, cayendo ambos al abismo, abrazados el uno al otro.
Cualquier tentativa que se hiciese por recuperar los cadáveres estaba condenada a un fracaso irremediable, y allí, en lo más hondo del espantoso caldero de agua en remolinos y de espuma hirviente, quedarán para siempre el más peligroso de los criminales y el campeón más distinguido de la justicia que ha tenido su generación. No volvió a saberse el paradero del joven suizo, y no cabe duda de que se trataba de uno de tantos agentes como tenía Moriarty a sus órdenes. En cuanto a la cuadrilla, todavía recordará el público de qué manera más completa puso en evidencia a su
organización la serie de pruebas que Holmes había acumulado, y cuán pesadamente cayó sobre ellos la mano del difunto. Pocos detalles salieron durante el proceso a la luz pública acerca de su terrible jefe, y si yo me he visto hoy obligado a hacer una clara exposición de su carrera, ello se ha debido a ciertos defensores poco juiciosos que han intentado reivindicar su memoria mediante ataques a la persona de aquel a quien yo consideraré siempre como el mejor y el más entendido de los hombres a quienes me ha sido dado conocer.