26 de octubre de 2015

6°año. Narrativa latinoamericana. Juan Rulfo. "Diles que no me maten"

¡Diles que no me maten!

De: "El llano en llamas" 1953.


-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. -No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

6°año. Narrativa latinoamericana. Juan Rulfo. "No oyes ladrar los perros"

Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

No oyes ladrar a los perros
(El Llano en llamas, 1953)


        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
        —¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        —¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

6°año. Los silencios de Juan Rulfo. El zorro más sabio. Augusto Monterroso.


Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto: - See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.Gry5weq1.dpuf
Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto: - See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.Gry5weq1.dpuf

Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto: - See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.Gry5weq1.dpuf
Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto: - See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.Gry5weq1.dpuf

Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto: - See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.Gry5weq1.dpuf
 
 Sobre los silencios de Juan Rulfo. 
 
 Una de estas historias es la que escribió a su amigo Juan Rulfo que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. "El zorro es más sabio" es el texto que cierra el libro "La oveja negra y demás  fábulas" (1969) del escrito guatemalteco.Según cuenta Enrique Vila Matas (escritor español) en su libro "Bartleby y compañia" (2000) el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo.

Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto: - See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.Gry5weq1.dpu

"Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.      

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo."


A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.



Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto: - See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.Gry5weq1.dpuf
Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
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Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
- See more at: http://culturacolectiva.com/el-zorro-es-mas-sabio/#sthash.zYkaTWL7.dpuf
Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
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Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
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Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
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Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
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Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
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Una de estas historias fue la que escribió a su amigo Juan Rulfo, que resulta una pequeña fábula a la que se debe acercar sin miedo. “El zorro es más sabio” es el texto que cierra el libro La oveja negra y demás fábulas (1969), del escritor guatemalteco. Según cuenta Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), el protagonista de la fábula no es otro que el escritor mexicano Juan Rulfo, amigo de Monterroso y esta es la fábula que el trabajo de Rulfo inspiró en Augusto:

Juan Rulfo
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.     

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

A partir de la publicación de los dos primeros títulos, el prestigio literario de Rulfo perduraría por siempre; la obra es reconocida y estudiada en México y el extranjero. El llano en llamas y Pedro Páramo fueron las líneas que le dieron fama y lo posicionaron como uno de los mejores escritores mexicanos.
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6°AÑO. NUEVA UNIDAD. VANGUARDIAS HISPANOAMERICANAS. CESAR VALLEJO


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CÉSAR VALLEJO  Perú (1892-1938)
INTRODUCCIÒN A “LOS HERALDOS NEGROS”

El libro aparece en Lima a mediados del 1919, si bien la portada reza 1918. Apenas llegado a la capital Vallejo, entabló amistad con Abraham Valdelomar quien le prometió un prólogo para su libro, prólogo que nunca fue escrito. En espera del mismo, el autor demora su publicación. Esta circunstancia ha dado lugar a suponer que él mismo sustituye aquel prólogo inexistente por las palabras del Evangelio que inician el poemario “qui potest capere capiat”. El otro hecho relacionado con esa demora es en la publicación es la inclusión de dos poemas motivados por la muerte de la madre; ocurrida en agosto de1918 se trata de los poemas “los pasos lejanos” y”Enereida”:
Los heraldos negros” está dividido en seis secciones precedidas por el poema inicial que da título al libro y el acápite “qui potest capere capiat”.
El orden de las secciones es la siguiente:
Los heraldos negros (poema introductorio que da nombre al libro)
  • PLAFONES ÀGILES
  • BUZOS
  • DE LA TIERRA
  • NOSTALGIAS IMPERIALES
  • TRUENOS
  • CANCIONES DE HOGAR.


El título del libro, modernista por simbolista, evoca, sin duda mensajeros nefastos, por esa asociación que el color negro tiene en nuestra cultura occidental con luctuoso, en última instancia con la misma muerte.
En la elección de la palabra “heraldos” resulta evidente la influencia de Rubén Darío ya que ambos recurren a la expresión “heraldos” con el sentido de mensajero, y se apoyen en el símbolo, el del color, para sugerir posibles interpretaciones. De ahí que la intuición nos lleva a suponer que los poemas contenidos en libro de vallejo sean portadores de significados dolorosos, pesimistas, en algunos casos una visión nostálgica del mundo, desesperanzada de Dios, o de la existencia misma, del amor especialmente.


                                        LOS HERALDOS NEGROS.

 Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos,
como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza,
como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

EL PAN NUESTRO. 

 Se bebe el desayuno... Húmeda tierra
de cementerio huele a sangre amada.
Ciudad de invierno... La mordaz cruzada
de una carreta que arrastrar parece
una emoción de ayuno encadenada!

Se quisiera tocar todas las puertas,
y preguntar por no sé quién; y luego
ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos.
Y saquear a los ricos sus viñedos
con las dos manos santas
que a un golpe de luz
volaron desclavadas de la Cruz!

Pestaña matinal, no os levantéis!
¡El pan nuestro de cada día dánoslo,
Señor...!

Todos mis huesos son ajenos;
yo talvez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!

Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón...!

                                                                    De: Los heraldos negros. 1919

POEMA 28
 He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.

Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir
de tales platos distantes esas cosas,
cuando habráse quebrado el propio hogar,
cuando no asoma ni madre a los labios.
Cómo iba yo a almorzar nonada.

A la mesa de un buen amigo he almorzado
con su padre recién llegado del mundo,
con sus canas tías que hablan
en tordillo retinte de porcelana,
bisbiseando por todos sus viudos alvéolos;
y con cubiertos francos de alegres tiroriros;
porque estánse en su casa. Así que gracia!
Y me han dolido los cuchillos
de esta mesa en todo el paladar.

El yantar de esas mesas así, en que se prueba
amor ajeno en vez del propio amor,
torna tierra el bocado que no brinda la
MADRE,
hace golpe la dura deglusión; el dulce,
hiel; afeite funéreo, el café.

Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,
y el sírvete materno no sale de la
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria de amor.
                                                                                         De: Trilce. 1922.

6°año. fragmento de "La cantante calva" Ionesco. Teatro del absurdo

Alumnos: para terminar la unidad correspondiente a Teatro del siglo XIX con  Casa de muñecas y Teatro del siglo XX con Eugene O Neill y "Antes del desayuno" y "La cantante calva" de Ionesco, transcribo la escena IV de esta última obra para leer en clase.

 
Eugène Ionesco

Teatro del absurdo 

Es un término que abarca un conjunto de obras escritas por ciertos dramaturgos estadounidenses y europeos durante las décadas de 1940, 1950 y 1960 y, en general, el estilo teatral que surgió a partir de la obra de aquellos. Se caracteriza por tramas que parecen carecer de significado, diálogos repetitivos y falta de secuencia dramática que a menudo crean una atmósfera onírica. El teatro del absurdo tiene fuertes rasgos existencialistas y cuestiona la sociedad y al hombre. A través del humor y la mitificación escondían una actitud muy exigente hacia su arte. La incoherencia, el disparate y lo ilógico son también rasgos muy representativos de estas obras.



LA CANTANTE CALVA
(La cantatrice chauve)
Anti–pieza

La cantante calva fue representada por primera vez en el Théátre des Noctambules el 11 de mayo de 1950, por la compañía Nicolás Bataille. La puesta en escena estuvo a cargo de Nicolás Bataille


PERSONAJES

señor smith

señora smith

señor martin

señora martin

mary, la sirvienta

el capitán de los bomberos.

 
ESCENA IV

Los mismos, menos mary

La señora y el señor martin se sientan el uno frente al otro, sin hablarse. Se sonríen con timidez.

sr. martin (el diálogo que sigue debe ser dicho con una voz lánguida, monótona, un poco cantante, nada matizada):
– Discúlpeme, señora, pero me parece, si no me engaño, que la he encontrado ya en alguna parte.

sra. martin:
– A mí también me parece, señor, que lo he encontrado ya en alguna parte.

sr. martin:
¿No la habré visto, señora, en Manchester, por casualidad?

sra. martin:
Es muy posible. Yo soy originaria de la ciudad de Manchester. Pero no recuerdo muy bien, señor, no podría afirmar si lo he visto allí o no.

sr. martin:
¡Dios mío, qué curioso! ¡Yo también soy originario de la ciudad de Manchester!

sra. martin:
¡Qué curioso!

sr. martin:
¡Muy curioso!... Pero yo, señora, dejé la ciudad de Manchester hace cinco semanas, más o menos.

sra. martin:
¡Qué curioso! ¡Qué extraña coincidencia! Yo también, señor, dejé la ciudad de Manchester hace cinco semanas, más o menos.

sr. martin:
Tomé el tren de las ocho y media de la mañana, que llega a Londres a las cinco menos cuarto, señora.

sra. martin:
¡Qué curioso! ¡Qué extraño! ¡Y qué coincidencia! ¡Yo tomé el mismo tren, señor, yo también!

sr. martin:
¡Dios mío, qué curioso! ¿Entonces, tal vez, señora, la vi en el tren?

sra. martin:
Es muy posible, no está excluido, es posible y, después de todo, ¿por qué no?... Pero yo no lo recuerdo, señor.

sr. martin:
Yo viajaba en segunda clase, señora. No hay segunda clase en Inglaterra, pero a pesar de ello yo viajo en segunda clase.

sra. martin:
¡Qué extraño, qué curioso, qué coincidencia! ¡Yo también, señor, viajaba en segunda clase!

sr. martin:
¡Qué curioso! Quizás nos hayamos encontrado en la segunda clase, estimada señora.

sra. martin:
Es muy posible y no queda completamente excluido Pero lo recuerdo muy bien, estimado señor.

sr. martin:
Yo iba en el coche número 8, sexto compartimiento, señora.

sra. martin:
¡Qué curioso! Yo iba también en el coche número 8, sexto compartimiento, estimado señor.

sr. martin:
¡Qué curioso y qué coincidencia extraña! Quizá nos hayamos encontrado en el sexto compartimiento, estimada señora.

sra. martin:
Es muy posible, después de todo. Pero no lo recuerdo, estimado señor.

sr. martin:
En verdad, estimada señora, yo tampoco lo recuerdo, pero es posible que nos hayamos visto allí, y si reflexiono sobre ello, me parece incluso muy posible.

sra. martin:
¡Oh, verdaderamente, verdaderamente, señor!

sr. martin:
¡Qué curioso! Yo ocupaba el asiento número 3, junto a la ventana, estimada señora.

sra. martin:
¡Oh, Dios mío, qué curioso y extraño! Yo tenía el asiento número 6, junto a la ventana, frente a usted, estimado señor.

sr. martin:
¡Oh, Dios mío, qué curioso y qué coincidencia! ¡Estábamos, por lo tanto, frente a frente, estimada señora! ¡Es allí donde debimos vernos!

sra. martin:
¡Qué curioso! Es posible, pero no lo recuerdo, señor.

sr. martin:
Para decir la verdad, estimada señora, tampoco yo lo recuerdo. Sin embargo, es muy posible que nos hayamos visto en esa ocasión.

sra. martin:
Es cierto, pero no estoy de modo alguno segura de ello, señor.

sr. martin:
¿No era usted, estimada señora, la dama que me rogó que colocara su valija en la red y que luego me dio las gracias y me permitió fumar?

sra. martin:
¡Sí, era yo sin duda, señor! ¡Qué curioso, qué curioso, y qué coincidencia!

sr. martin:
¡Qué curioso, qué extraño, y qué coincidencia! Pues bien, entonces, ¿tal vez nos hayamos conocido en ese momento, señora?

sra. martin:
¡Qué curioso y qué coincidencia! Es muy posible, estimado señor. Sin embargo, no creo recordarlo.

sr. martin:
Yo tampoco, señora.

Un momento de silencio. El reloj toca 2–1.

sr. martin:
Desde que llegué a Londres vivo en la calle Bromfield, estimada señora.

sra. martin:
¡Qué curioso, qué extraño! Yo también, desde mi llegada a Londres, vivo en la calle Bromfield, estimado señor.

sr. martin:
Es curioso, pero entonces, entonces tal vez nos hayamos encontrado en la calle Bromfield, estimada señora.

sra. martin:
¡Qué curioso, qué extraño! ¡Es muy posible, después de todo! Pero no lo recuerdo, estimado señor.

sr. martin:
Yo vivo en el número 19, estimada señora.

sra. martin:
¡Qué curioso! Yo también vivo en el número 19, estimado señor.

sr. martin:
Pero entonces, entonces, entonces, entonces quizá nos hayamos visto en esa casa, estimada señora.

sra. martin:
Es muy posible, pero no lo recuerdo, estimado señor.

sr. martin: Mi departamento está en el quinto piso, es el número 8, estimada señora.

sra. martin:
¡Qué curioso, Dios mío, y qué extraño! ¡Y qué coincidencia! ¡Yo también vivo en el quinto piso, en el departamento número 8, estimado señor!

sr. martin (pensativo):
¡Qué curioso, qué curioso, qué curioso y qué coincidencia! Sepa usted que en mi dormitorio tengo una cama. Mi cama está cubierta con un edredón verde. Esa habitación, con esa cama y su edredón verde, se halla en el fondo del pasillo, entre los retretes y la biblioteca, estimada señora.

sra. martin:
¡Qué coincidencia, Dios mío, qué coincidencia! Mi dormitorio tiene también una cama con un edredón verde y se encuentra en el fondo del pasillo, entre los retretes y la biblioteca, mi estimado señor.
sr. martin:
¡Es extraño, curioso, extraño! Entonces, señora, vivimos en la misma habitación y dormimos en la misma cama, estimada señora. ¡Quizá sea en ella donde nos hemos visto!

sra. martin:
¡Qué curioso y qué coincidencia! Es muy posible que nos hayamos encontrado allí y tal vez anoche. ¡Pero no lo recuerdo, estimado señor!

sr. martin:
Yo tengo una niña, mi hijita, que vive conmigo, estimada señora. Tiene dos años, es rubia, con un ojo blanco y un ojo rojo, es muy linda y se llama Alicia, mi estimada señora.

sra. martin:
¡Qué extraña coincidencia! Yo también tengo una hijita de dos años con un ojo blanco y un ojo rojo, es muy linda y se llama también Alicia, estimado señor.

sr. martin (con la misma voz lánguida y monótona:
¡Qué curioso y qué coincidencia! ¡Y qué extraño! ¡Es quizá la misma, estimada señora!

sra. MARTIN:
¡Qué curioso! Es muy posible, estimado señor.

Un momento de silencio bastante largo. . . El reloj suena veintinueve veces.

sr. martin (después de haber reflexionado largamente, se levanta con lentitud y, sin apresurarse, se dirige hacia la señora martin, quien, sorprendida por el aire solemne del señor martin, se levanta también, muy suavemente; el señor martin habla con la misma voz rara, monótona, vagamente cantante):
Entonces, estimada señora, creo que ya no cabe duda, nos hemos visto ya y usted es mi propia esposa. . . ¡Isabel, te he vuelto a encontrar!

sra. martin (se acerca al señor martin sin apresurarse. Se abrazan sin expresión. El reloj suena una vez, muy fuertemente. El sonido del reloj debe ser tan fuerte que sobresalte a los espectadores. Los esposos martin no lo oyen).

sra. martin:
¡Donald, eres tú, darling!

Se sientan en el mismo sillón, se mantienen abrazados y se duermen. El reloj sigue sonando muchas veces. mary, de puntillas y con un dedo en los labios, entra lentamente en escena, y se dirige al público.